Apenas cincuenta páginas para condensar el entrenamiento en el gimnasio, el combate, el minuto de descanso, los consejos del entrenador, la mirada del manager, la vida entre las doce cuerdas, el boxeo y sus sombras como salida de la pobreza en aquella España de la posguerra. Entre asalto y asalto, lástima que solo escribiese catorce, una fotografía acompaña los textos. Tampoco a mí es deporte que me atrae pero ya he saltado al ring en dos ocasiones. Aldecoa me ha enganchado con sus golpes. Son cortos, llenos de velocidad, de fuerza, de pegada literaria, tan intensos que tras el gong, bueno es regresar a la esquina, acomodarse en el sofá, disfrutar con el fotograma y con la frase que a modo de consejo introducen el siguiente round. Tomar un buche, soltarlo en el cubo metálico e introducirse el protector. Ignacio espera en el centro del cuadrilátero a pesar de haber elegido para escribir una esquina neutral.
La lona, hoja de papel, se extiende con sus cuatro esquinas. Los pies han de bailar sobre ella como los dedos sobre el teclado. A nada aspiro pues sé que de entrada es un combate perdido. Sin embargo, me dispongo a empezar por tercera vez la contienda. «Cada golpe siempre enseña algo y te hace más fuerte», aprendí de mi entrenador. El árbitro hace su llamada. Saludo de púgiles. Sus guantes, por tercera vez las pastas del libro, me ofrecen toda su sabiduría. No cabe otra estrategia: he de procurar el cuerpo a cuerpo, renglón a renglón, palabra a palabra, fundirme con él en un abrazo.
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