Apenas llega a las 233 páginas. ¡Qué pena!
Leer las aventuras del niño judío Profi, durante la
ocupación británica en 1947 de Palestina antes de ser creado el estado de
Israel, viene a ser como la tentación por coger aquel bote de leche condensada
guardado celosamente en la alacena. La tentación de solo dar una
chupada en uno de aquellos dos agujeros negros sobre el disco metálico, de
sentir la boca empalagada, llena de dulzor; de notar su menor peso al
volverlo a colocar en el mismo lugar, con el dibujo de la lechera mirando al
frente, tal cual lo dejaba tu madre. Así es la lectura de esta pequeña obra de
arte de Amos Oz.
Solo una chupada, solo un capítulo, te dices. Deja algo para
mañana, y cuando te vienes a dar cuenta el bote está vacío, con esa sensación
de traición que le inculcan sus amigos a Profi por aceptar el intercambio de
clases de hebreo e inglés con un sargento de la policía británica; relación que
él ha aceptado pensando en sacarle informacón al “enemigo”. Y aún a sabiendas
que por desgracia el libro se acaba, continuas leyendo, chupando capítulos, con
la misma emoción en las entrañas de saberte, inevitablemente, descubierto por
tu madre, oyendo la reprimenda tras la que era capaz de esconder su sonrisa.
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