Huasipungo es donde tiene la casita, donde cultiva, donde
corretean las gallinas; es ese trocito de terreno que otorga el dueño de la
hacienda a la familia india por parte de su trabajo diario; es todo su mundo. Pero
viene el latifundista con necesidad de acercar el progreso siguiendo los
intereses ordenados desde Quito, la capital; de hacer un carretero que haga
fácil el espolio de la madera y que sirva para llegar hasta el petróleo que aseguran los gringos que existe. Y apoyado
en el teniente político y en el cura y amparándose en el látigo del cholo,
mestizo de blanco e indio, la obra se abre camino en las primeras décadas del
siglo pasado entre abusos y violencia hasta que la crecida del río, provocada
por la negligencia autoritaria ante la necesidad de su limpieza colinas arriba,
acaba con los huasipungos, los cultivos, las gallinas y los guaguas (niños
pequeños) que por allí correteaban mientras las mujeres se encargaban del maíz
y los hombres desbrozaban el monte.
Una historia que se repite y que gracias a Icaza se
convierte en memoria escrita que ayuda a entender el por qué de aquellos barros
vienen estos lodos y de aquellos huasipungos estas revoluciones.
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