El fin del mundo se
encuentra en Patagonia. En un pequeño pueblo construido en torno a las
prospecciones petrolíferas de Repsol. Formado por una amalgama de gentes de paso
que no lo ganan tan mal pero cuyos hijos carecen de futuro. En él, allá por el
final de siglo tuvo lugar una docena de suicidios en corto espacio de tiempo
entre jóvenes de 20 a 30 años. Se habló de una secta, de una lista dejada por
la primera persona en suicidarse pero nadie hizo nada.
La autora viajó para
recoger el testimonio y crear esta crónica en la que el viento pampero es un
protagonista más no solo de esa docena de muertes sino de otros suicidios
previos así como de los ocurridos durante la puesta en orden de sus notas
hasta la edición de Los suicidas del fin del mundo.
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