En
cuanto estuvo a pique el ancla, el primer oficial, en lo alto del castillo, dio
orden de largar las velas, y se distribuyeron por las vergas compitiendo unos
con otros –llegando primero el mejor-, desencadenaron los tomadores de los
brazos y de la cruz, y en cada verga se quedó un hombre con el aparejuelo en el
bolso, con una vuelta alrededor de la ostaga, listos todos para largar,
mientras el resto bajaba a atender las escotas y las drizas. El primer oficial
voceó entonces a las vergas «¿Listos a proa»?, «Lista la sobremesana? », etc; y al contestar
todos «Listos señor», dio orden de
largar; y en un abrir y cerrar de ojos el barco, que hasta ahora sólo había
mostrado las vergas peladas, se cubrió de lona suelta del calcés de
sobrejuanete a la cubierta.
Para quien precise más detalle, al final del
libro tiene un glosario. Pero la maniobra realizada a bordo del barco de vela entenderse
se entiende. Así como el resto de la narración de un viaje contado como marino
y no como mando en el que se relata la vida a bordo de un bergantín que parte
de Boston a San Francisco para traer de regreso la bodega hasta los topes de
pieles.
Para quienes gusten de la mar y en concreto
de la navegación a vela disfrutarán de un viaje lleno de imprevistos y de
léxico marinero del que me he quedado con el término «beque» al resolver una duda en aquellos barcos de uno de los aspectos fisiológicos de
cualquier ser humano que se alimente.
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