Se me ocurre que, Hoare,
allá por 1970, cuando tenía doce años, debió quedar impresionado con el papel
de Gregory Peck o bien que tuvo en sus manos uno de esos libros ilustrados
titulado Moby Dick. Se me ocurre que empezó su lectura: “Llamadme Ismael” y que
en su interior el nombre de Philip quedó en el olvido al enrolarse en la
tripulación del capitán Ahab tras un salto a bordo de su primera página con el
nombre del narrador inventado por Melville.
Leviatán o la ballena
discurre en la cubierta del Pequod para explorar la tormentosa relación del
hombre con las ballenas. También discurre a lomos del gran cachalote blanco
como un proyecto obsesivo, propio de Ahab, por conducir a sus lectores a través
de los océanos de la historia cultural de los cetáceos al tiempo que el autor
se convierte en un nuevo Ismael que busca sintetizar de forma amena todo el
conocimiento actual en torno a estos gigantes del mar.
Desde Jonás hasta la isla de Nantucket. Desde las
Azores a la Antártida la caza de estos animales, unos dentados y otros barbados
(seis especies ya extinguidas), ha facilitado aceite para iluminar las calles,
suelas de zapatos de su piel, carne para consumo humano, lubricante para
ingeniería de precisión, ballestas para corsés, mantequilla y margarina, cápsulas
con vitamina A, soldados detectores de minas, abono para la agricultura y un
largo etcétera al que hay que sumar el enfrentamiento entre los países
balleneros por preservar sus cuotas de captura así como el inicio de la
conservación de los leviatanes junto al negocio de sus avistamientos.
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