Lleve a cabo la experiencia. Toque, toque. Golpee con su
nudillo en la frente del autor. Comprobará que no es osamenta lo que percibe.
Es baquelita. De ella estuvieron hechos los teléfonos cuando no sonaban pegados
a la mano sino a la pared. Si a continuación le atusa su pelo, en el extremo
más occipital de esa caja negra que es su cráneo, notará un cordón umbilical:
conecta directamente con Domingo Pérez Minik. Fue don Domingo quien, desde su
exilio interior, hizo que Juan Ruiz sacara partido al listado de teléfonos que
le diera Marcos Ricardo Bartanán en el Café Gijón de Madrid, fue él quien dio
luz a esos ojos ardilosos y le puso en una mano lápiz y papel, y en la otra un
magnetofón. Con esa mirada de quien no rompe un plato, la voz aflautada por el
asma y la parsimonia canaria ha logrado acercar a miles de lectores sus preferencias
literarias. No solo ha entrevistado a los popes de la literatura
hispanoamericana sino que ha sido y es amigo de ellos. De esa amistad, de sus
manías, de sus egos escribe en este libro. Lo hace de memoria, la lectura viaja
y retrocede en el tiempo, salta, tal y como si estuviese jugando a rayuela. En
ocasiones se saca de la chistera tres tristes tigres para lograr una
conversación en la catedral, o bien se pierde hasta el amanecer por los
vericuetos de las barras de los bares de Macondo, whisky en mano, para festejar
la fiesta del chivo.
Pero no solo escribe de memoria. El roce hace al
escritor. Juan vuelve a región y, arrullado por las olas de Puerto de la Cruz y
por el susurro de la brisa de El Médano, logra escribir párrafos tan buenos
como los escritos por los egos más revueltos de la historia de la literatura.
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