Antes de finalizar el siglo XIX comienza un trepidante
capítulo en el que se describe la llegada del ingeniero inglés encargado de
construir el ferrocarril que una la costa de Kenia con Uganda. Te introduce en
una novela de aventuras que continua durante cuatrocientas páginas sin leer
nada sobre una eclisa, un clavo, un raíl. Pues la novela no es tal. No obstante,
se hace ameno saber sobre la ocupación portuguesa, alemana, inglesa y omaní de
la isla de Zanzibar hasta cambiar el puerto de salida de esclavos por el de la
costa africana.
Continua luego con el interés inglés por llegar a las
fuentes del Nilo en locomotora para controlar su inicio y mantener la plaza en
el Cairo. Nace así Nairobi, a base de colonos que distribuyen alambradas e
intentan sacar a flote unas tierras que a duras penas entre sequías, plagas y
el ataque de las fieras prometen un final feliz al tiempo que en Londres se
pelean políticamente por la defensa o no de la financiación del Protectorado.
Uganda queda en el tintero pues Kenia se convierte en
tierra de promisión para colonos ingleses e hindúes como mano de obra. Sus
fértiles tierras, las mejoras en las semillas y la introducción del ganado
adecuado acabarán por compensar los gastos invertidos desde el Imperio.
En medio de todo, el tren que comunica, que mejora el
traslado de provisiones hacia el interior y de cosechas hacia puerto. Y también
el tren que divide. A Kikuyos, Masais, Shahilis y otras etnias que ven como su
mundo se desmorona.
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