Hacía tiempo que no leía un libro tan
conmovedor. Está escrito por una bielorrusa. Sin embargo, Chernóbil está en
Ucrania. En él se hace eco de la huella dejada por la catástrofe del reactor
nuclear ruso. El epicentro reactivo se encuentra a dieciséis kilómetros de la
frontera entre ambos países.
En realidad el libro quienes lo escriben
son los protagonistas. Recoge el testimonio de aquellos que han sobrevivido a
quienes primero llegaron a sofocar la tragedia y no los dejaron regresar a sus
hogares; de aquellos que decidieron escapar de la evacuación obligatoria para
quedarse a vivir en una tierra de muertos; de aquellos que se dieron cuenta que
las abejas no salieron durante cuatro días de las colmenas y de que para
encontrar una lombriz con la que pescar tuvieron que escarbar a un metro de
profundidad; de aquellos que se llevaron la puerta de su casa pues según su
cultura en ella está toda la historia familiar con el crecimiento de sus
miembros marcado con muescas y la impronta de la muerte al ser usada como altar
a la espera del féretro para que ésta tenga vía libre y abandone la casa; de
aquellos que fueron reubicados en pisos y dotados de su pensión económica que
acabaron volviendo a sus casas cansados de hijos y nueras obsesionados con
limpiar todo lo que ellos tocaban o la historia de quien anunciaba en el
mercadillo la venta de manzanas de Chernóbil, según muchos haciéndose la peor
de las propagandas posibles a lo que ella contestaba que eran las mejores
manzanas para las suegra y los jefes.
Pero si hay una historia que impacta es
la primera, la que empieza: No sé de qué hablar… ¿De la muerte o del amor? ¿O
es lo mismo? ¿De qué? Titulada: Una solitaria voz. La voz de una esposa
embarazada de seis meses que despide a su esposo bombero tras la explosión
mientras él le dice: Cierra las ventanillas y acuéstate. Hay un incendio en la
central. Volveré pronto.
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