Hay títulos de libros que nada más leerlos te evocan la película que ya has visto con el mismo nombre. Sueles dejarlos para otra ocasión pensando que ya sabes de qué va la historia. Es lo que ocurre con Moby Dick, de Herman Melville. Enseguida nos vienen a la memoria las imágenes de la ballena blanca, de un enorme pulpo, y de las historias de la tripulación de un barco ballenero al mando de un capitán obstinado con dar caza a un cetáceo que en su día fue el culpable de la pata protésica que encaja en un hueco de la madera del piso del barco cuando se coloca a la rueda del timón. Solo cuando te introduces en ese océano de páginas que supone esta gran novela de la mano de su protagonista, Ismael, te das cuenta de la enorme distancia que existe entre lo leído y lo visto. Tan grande como la distancia cubierta por esos marineros durante los 3-4 años que duraba su periplo en busca de la apreciada grasa. Es a través de su lectura que descubres que el marino situado en la cofa para avistar los vapores del leviatán cuando sale a respirar y que da aviso del enorme pulpo, es de Tenerife, y caes en la cuenta de cómo se jugaban la vida mientras ciaban hacia el cachalote, arpón en mano, con la estacha de abacá escrupulosamente adujada. Melville construye a partir de la monomanía del Capitán Ahab al mando del Pequoh una novela sobre la lucha de un hombre contra su terrible obsesión al tiempo que realiza un ensayo, que para nada disminuye la tensión del relato, sobre el conocimiento científico en torno a esta actividad en la primera mitad del Siglo XIX.
Para quienes deseen continuar la estela de Melville, la lectura de Leviatán o la ballena de Philip Hoare, Premio Samuel Johnson de ensayo 2009, les aportará la visión más actual sobre la biografía de Melville en el mundo real, siguiendo los pasos literarios de Ahab, junto con el conocimiento científico sobre estos maravillosos animales.
Javi